Las políticas públicas deberían orientarse al bienestar de niñas y niños, para reducir la inversión en seguridad pública y salud
¿Qué es más importante, que una niña, niño, sepa quién “descubrió” América o que viva una infancia sin violencia? Discutiendo el modelo educativo en México y la controversia sobre los libros de texto escolares, mi esposo y yo nos planteamos esta pregunta.
“Bueno, las dos son fundamentales”, respondió él. No estoy tan segura, le dije, porque en su vida puede suplir los vacíos que tenga respecto de cierta información (como suplimos todos, todos los días), pero es más difícil que logre curar las heridas de una vida de golpes, insultos y humillaciones.
Los expertos en salud nos han repetido que la violencia en la infancia deja huellas indelebles en la vida adulta y repercute no nada más en la salud mental y en la capacidad de socializar y aprender, sino incluso en la salud física. Quienes han vivido un ambiente de violencia, tienen mayor riesgo de padecer enfermedades del corazón, por ejemplo.
“El trauma infantil aumenta el riesgo de siete de cada diez de las principales causas de muerte en los Estados Unidos. En dosis altas, afecta el desarrollo del cerebro, el sistema inmune, los sistemas hormonales e incluso la forma en que se lee y transcribe nuestro ADN. Las personas que están expuestas a dosis muy altas tienen el triple de riesgo de padecer enfermedades cardíacas y cáncer de pulmón a lo largo de su vida y una diferencia de 20 años en la esperanza de vida”, así lo expone la doctora Nadine Burke Harris, médica pediatra, que hasta 2022 fue la cirujana general de California.
No solo esto, las personas con una infancia caótica corren mayor riesgo de volverse adictas al alcohol o a las drogas, explicado por el principio de que cuando un futuro mejor parece poco probable, es racional obtener toda la alegría que pueda en el presente.
¿Cuáles son las consecuencias de no saber quién “descubrió” América, en que año inició la Guerra de Independencia o cuál es la capital de Bulgaria?
¿De qué sirve que un niño conozca sujeto y predicado o sumar y restar, si llega a una casa en donde no hay que comer, en donde la carencia se suple con gritos, golpes y amenazas? Solamente niñas y niños muy resilientes podrán avanzar en el sistema educativo pese a estos obstáculos y salir del círculo de la pobreza y la violencia familiar.
Sin embargo, damos más importancia a la calificación que en el sistema PISA México obtuvo (por debajo del lugar 50, según resultados de 2018), lo que nos hace sentir una nación fracasada, que debe asignar más presupuesto al sistema educativo, dejando al DIF, sin los brazos largos que necesita para cumplir sus finalidades de protección.
Si nuestro sistema estuviera encauzado a crear redes de apoyo para que en las familias —de escasos, medios y altos recursos— no se viva violencia; para que mamás y papás no desahoguen sus frustraciones diarias en los hijos; para asegurar un plato de comida en cada mesa; para que todas las niñas y niños puedan asistir a la escuela sin más preocupaciones que las de aprender, no solamente aumentaríamos la calificación del sistema educativo (como si eso importara al final del día), también podríamos disminuir los niveles de violencia, de alcoholismo y de drogadicción, con cárceles y hospitales menos ocupados.
Y, sin embargo, ni el gobierno ni nosotros estamos generando suficientes redes de apoyo, cerrando los ojos no solo a los niños y niñas que a cortas edades están trabajando en las calles, sino a la violencia que viven los hijos de familiares, amigos y vecinos, sentenciando que ese no es nuestro problema. ¿Estamos seguros de que no lo es?
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