Hombre enojado

 

Un muchacho de 20 años atacó a una familia musulmana en London, Ontario Canadá. La abuela, la madre, el padre y la hija de 15 años fallecieron y el hijo de 7 está hospitalizado

Se desconocen las razones por las que este joven, un muchacho que en algunos lugares no es considerado suficientemente adulto como para votar o comprar bebidas alcohólicas, hizo lo que hizo. Solo sabemos que tiene tanto odio en su corazón que todas las razones que encontró en su momento lo llevaron a matar.

Esta es una noticia difícil de leer. Sin embargo, noticias como esta se están haciendo cada vez más comunes. Estamos tan separados, tan divididos, tan seguros de tener la verdad, la única verdad, que cualquier cosa que digamos o hagamos en contra de los que no piensan igual la validamos. Las burlas, los insultos, los golpes, las puñaladas, las balas, todo parece ser válido cuando se quiere proteger una percibida forma de vida.

Podemos encontrar la raíz de este odio en nuestras comunidades. Por ejemplo, en donde vivo se viene gestando una batalla campal desde hace años y parece que finalmente ha explotado. No voy a entrar en detalles porque, además de aburridos, terminan siendo tema común, aunque se crea que es una historia única: la lucha por el poder para imponer lo que se cree que es correcto, sin escuchar ni ceder ni negociar. Y así se crean dos o tres bandos que de llevar tanto el cántaro al agua terminan por romperlo. Y todos tenemos la sensación de que mis derechos se están vulnerando, sin ver que incumplimos la obligación esencial de respeto a la dignidad de los demás.

Lo que está sucediendo en mi comunidad no es único, es reflejo de lo que, con “razones” diferentes sucede en la ciudad, el país y el mundo, en los espacios físicos y virtuales. Son los golpes, abusos, violaciones, los cotidianos ataques verbales en Twitter, las amenazas de muerte, la difamación, los balazos al vecino que aparcó el automóvil dos centímetros fuera de su espacio o por tener opiniones políticas diferentes. En las diferencias se nos va la vida.

El odio es ignorancia. Es ignorar la humanidad de los demás, sus deseos, aspiraciones y frustraciones, sus historias personales y familiares. Es ignorar que “el otro” es hijo o hija de alguien, madre o padre, hermano, hermana, amigo, amiga; que también está expuesto a la enfermedad, a la separación de lo que ama y a la muerte; que también tiene sus opiniones y la sensación de que tiene la verdad, la única verdad. Si tan solo fuéramos capaces de ponernos en sus zapatos y andar unos pasos en ellos, las noticias de agresiones y asesinatos serían cada vez menos.

Pero estamos tan metidos en nuestras historias, tan agarrados a nuestras opiniones, tan identificados con nuestra verdad, que desayunamos, comemos y cenamos odio. No podemos ver que lo que decimos o hacemos tiene efecto que en algún momento nos va a traer consecuencias y por eso somos incapaces de asumir nuestra responsabilidad cuando hay conflicto. Hemos llegado al punto de no ver al otro ni poder descubrir su humanidad que por eso creemos que no hay justo medio y estás conmigo o en mi contra y no vamos a negociar, ni a transigir, ni a ceder, no importa si lleno mi vida de tanto rencor y enojo que vivo tensa, con el ceño fruncido, esperando el ataque, con la guardia en alto y enseñando a mis hijos a vivir con este odio de tal forma que cuando están en una situación límite que los excede encuentran que lo mejor es matar a esos que perciben como un riesgo por su mera existencia.

Lo único que estamos haciendo juntos es correr al abismo del que no hay regreso y, desafortunadamente, ni con las muestras de atrocidades cometidas a lo largo de los años, podemos ver a dónde vamos. Si no somos capaces de cambiar, cada uno en lo personal, no podemos esperar nada mejor del futuro.

No se trata de ceder siempre, de aceptar sin preguntar, de no luchar o de claudicar, solo de entender que la violencia no es la forma civilizada de zanjar las diferencias. Que hay que escuchar, negociar, tratar de convencer y que muchas veces ceder es ganar.

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