La noticia que ronda hasta el último rincón del globo terráqueo es el compromiso en matrimonio del príncipe Harry (Enrique), quinto en la línea de sucesión del trono del Reino Unido, y la actriz estadunidense Meghan Markle. El matrimonio se celebrará la próxima primavera en el Castillo de Windsor.
Si bien las revistas especializadas discuten la vestimenta de la actriz durante el anuncio del compromiso, su pasado, sus perspectivas a futuro como miembro de la Casa Real, el impacto en la sociedad británica porque es “mestiza”, y demás temas, legalmente también surgen interesantes asuntos.
El primer aspecto legal que empieza a ser discutido es el nombre: como Meghan no tiene “sangre azul”, es decir, no pertenece a la nobleza, no podrá recibir el título de princesa por lo que, como sucedió con su próxima cuñada, Kate Middleton, cuando los declaren marido y mujer, automáticamente adquirirá el título de Alteza Real, Princesa Enrique de Gales. Kate, o Catherine, es Alteza Real (Her Royal Highness) Princesa Guillermo de Gales.
Las reglas de sucesión y protocolo reales están establecidas en centenarias reglas, que, si bien han servido para mantener la fortaleza de la monarquía británica, también han hecho de esta institución una anquilosada. Y el tema de la “sangre real”, no deja de ser un asunto arcaico.
El de Meghan no es el primer caso de falta de linaje. Por falta de esta herencia noble, Sarah Ferguson, ex esposa del príncipe Andrés, hermano de Carlos, quien es el primero en línea a suceder a la reina Isabel II, nunca fue princesa, título que sí reciben sus dos hijas, las princesas Beatriz y Eugenia. La esposa del hermano menor de Carlos, Eduardo, Sophie Rhys-Jones, tampoco es princesa.
El tema de los títulos, sin sentido para los casi siete mil millones de mortales que habitamos este planeta, es importante para el puñado de personas que pertenecen a la nobleza. Así, para que quienes acceden a la familia real tengan un nombre que los respalde, se buscan ducados o condados que ofrecer
Por ejemplo, y regresando al caso de Sarah Ferguson, cuando en 1986 se casó con el príncipe Andrés, la reina Isabel II le concedió a su hijo el título de duque de York para que ella legalmente fuera conocida como duquesa de York, título que ha conservado tras el divorcio.
Un significativo caso fue el de Felipe, esposo de Isabel II, quien nació como príncipe de Grecia y Dinamarca, pero que, al haber sido exiliado de Grecia, renunció a sus títulos reales y adoptó el apellido Mountbatten, perteneciente a su abuelo materno. Para casarse con Isabel II, el rey Jorge VI le concedió, entre otros, el título de duque de Edimburgo y le dio el tratamiento de Alteza Real.
No fue sino hasta 1957, cuando Isabel ya era reina, que concedió a su esposo el tratamiento de príncipe del Reino Unido razón por la cual Felipe es el príncipe Felipe.
El tema de los títulos, religión, matrimonios y ascensiones al trono están regulados por diversas leyes, muchas de ellas que datan de hace 300 años, como el Acta de Establecimiento o Ley de Instauración (Act of Settlement) de 1701 que garantiza la sucesión de la corona a los miembros de la familia protestante de la Casa de Hannover, ligada a los Estuardo y que entró en vigor cuando Ana Estuardo murió sin descendencia. También se encuentran disposiciones en la Carta de Derechos de 1689 y la Ley de Matrimonios Reales de 1772 en la que se prohíbe a los miembros de la familia real casarse con católicos y que los descendientes del rey Jorge II obtengan aprobación real para sus matrimonios.
Tras el matrimonio de los duques de Cambridge (es decir, Guillermo y Kate), las dieciséis naciones que reconocen a la reina Isabel II como jefe de estado y que forman parte del Commonwealth británico, aprobaron un cambio en las leyes de sucesión para la igualdad de género en la ascensión al trono británico. Estos cambios luego pasaron por el Parlamento para su aprobación.
Todo lo relacionado con la familia real es de tal complejidad que hay expertos en el tema que analizan hasta el mínimo detalle cada decisión que se toma, por lo que los matrimonios, a final de cuentas, no se tratan de amor sino de acomodar circunstancias.
Analizando la complejidad que ser princesa supone, que el serlo sin tener la sangre apropiada implica dejar de ser para ser el esposo, que el amor no basta para encajar en la estirada nobleza inglesa, quizá nos lleve a, finalmente, dejar de llamar a nuestras hijas “princesas” y agradecer que no lo son y que su libertad no queda menguada por un título que termina encadenando su persona.
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